El Peatón del Aire

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    Sumario a mi enantiomorfo

    Con la seguridad que da la locura, el reo entró en la sala con la sonrisa forzada, queriendo dar a entender un estado de sosiego muy lejos de su realidad. Un patíbulo de afilados colmillos sería su asiento, en una jaula de cieno en la que poco a poco iba hundiendo todo su ser, previamente untado de plumas, pez y larvas de moscas que devoraban pacientemente su epidermis.

    A su izquierda, el fiscal portaba unas pinzas incandescentes con las que iba punzando al acusado; sus adjuntos reían sin cesar mientras portaban las ascuas donde escaldar el hierro. Uno de ellos escupía ponzoña sobre el infeliz y todos, absolutamente todos, le arrojaban alacranes bicéfalos. Con el grito de un estornino al que se le estaban extirpando las alas, se dio orden de que entrara el juez.

    El corrupto magistrado hizo acto de presencia con los bolsillos abarrotados con la prima que la acusación le había otorgado: una arroba de ojos de vírgenes, todo un manjar. Se acercó al acusado, y con el mazo fue partiéndole todas y cada una de sus falanges de forma que, cada vez que abría la boca para gritar, le iba introduciendo erizos de mar. El desdichado pelele no tenía salvación alguna, iba a ser inmolado sin ningún miramiento.

    Como abogado defensor, atado y amordazado, me arrastré como pude al juez y le farfullé una oportunidad de arrepentimiento para mi enantiomorfo mientras le depositaba en el bolsillo un cheque por lo que quedaba de mi hipotecada alma. La prima satisfizo su corrupta mente, y asintió darle una oportunidad. Levantó su sarnoso culo del trono y esputando al público clamó:

    -Por última vez, payaso: Grita que estás enamorado. Me estás haciendo perder el tiempo...

    -¡No! No existe mi corazón, no tengo capacidad de amar. ¡Te equivocas conmigo!

    -Agotas mi paciencia, humano. ¡Proceded!

    De la antesala irrumpieron un batallón de cupidos en celo que portaban un cofre de platino y bronce, de donde sacaron la víscera que el acusado negaba, y seccionándole el tórax con una flecha de amor, le parasitaron sin anestesia alguna mientras le besuqueaban la herida y le astillaban los ojos con espinas de las rosas que las parejas olvidan en los bares.

    De pronto, el ánima del reo dejó de palpitar. Su gesto se relajó. Un suspiro de flores recorrió sus pulmones y sus ojos regalaban un brillo que sólo la felicidad otorga. El fiscal se congratulaba mientras sus esbirros cocinaban uno de esos cupidos que habían cazado con una guadaña oxidada. El juez, creyéndose vencedor, apretó el cráneo del infeliz sin compasión y preguntó por última vez.

    -Acabemos con esto de una vez, que el hambre acucia: Grita que estás enamorado.

    -¡Jajajaja! No lo conseguiréis jamás. No me haréis uno de los vuestros.

    Y con las carcomidas uñas mi enantiomorfo abrió la supurante y ya casi cicatrizante herida y se arrancó el corazón, masticándolo con toda su enjundia hasta tragarlo como Saturno devoró a su hijo. Acto seguido, se desplomó en el estrado infectando la sala con su hedienta sangre para festín de las ratas que hoy habían acudido como público sabedoras de que no se irían con el estomago vacío.

    Los gusanos estaban terminando con lo que quedaba de mi desventurado defendido, cuando el juez se me acercó enseñándome el documento que había firmado. Mi alma vendida, mi corazón engullido, mi yo devorado. No ha habido ecuanimidad, pero la justicia ha hablado. Nunca más volveré a caer en esta maldita trampa.

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