Lamento del genio de la lámpara
El genio, la figura más poderosa de los cuentos de hadas; aquel que consigue tesoros, castillos, riquezas sin parangón. No hay nada que un genio no sea capaz de conseguir. ¿o sí lo hay? La paradoja de la pobre criatura, atrapada en una botella, a lo más en una triste y mugrienta lámpara de aceite en la que todo su fuerza queda reducido a la nada. Qué no daría por unas manos que dieran lustre al vil metal, unos dedos que divorciaran al tapón para dar salida a todo su ser.
De qué le sirve al genio tanto poder, si no es capaz de conseguir por sus propios medios salir con tan simple método. Qué le importan los castillos de oro ni los arcones de piedras preciosas si su libertad pende de la caprichosa casualidad de un despistado transeúnte que atine la mágica fórmula. Cuánto debe lamentarse cuando vuelva a su soledad tras conceder los pertinentes deseos. Nadie, ni el más omnipotente ser en la tierra, es autosuficiente. Aunque penda de la fortuna y de un simple roce, hasta un genio necesita de alguien que le libere.
Desde aquí oigo su lamento. Debió tocarle otro papel en el cuento: el de príncipe, el de rey o el de un simple arriero. O mejor aún, debería cambiar la historia para que, por una vez, sean sus deseos los ejecutados. Amo, soy tu genio. Me he cansado de conceder deseos, hazme tú realidad los míos.