Todo marinero sabe que el peligro y la tragedia le acechan constantemente, y se supone preparado para ello; mas cuando llega el fatídico momento es difícil reaccionar adecuadamente. Es más, hasta el más cualificado navegante puede hundirse si el mar no le da la oportunidad de maniobrar. Ni siquiera cuando estás preparado para lo peor sabes realmente cuánto vas a perder ni cómo pudieres recuperarlo.
Fue una galerna la que sorprendió al capitán de navío
León Bocanegra, personaje de la novela homónima de Alberto Vázquez Figueroa. Me lo contó alguien muy especial en una ocasión que estabamos disfrutando de un oasis de paz, y me enseñó a desear ese libro, a introducirme mentalmente en la indomable y cruel África, leyendo con una pasión y un hábito que creía haber perdido hace tiempo, que estaba marchito.
Bocanegra, capitán de una vieja carraca del siglo XVII, tiene la desgracia de naufragar en las costas del Sáhara y acabar vendido como esclavo por los beduinos, junto con su tripulación y todo lo inimaginable que se pudiera aprovechar de la desvencijada nave. Su lucha por alcanzar la libertad es una reflexión sobre la condición humana, capaz de superar en crueldad a la más terrible fiera o al más tórrido desierto.
Durante su lectura estuve tentado a comprar un ejemplar y devolver a su dueña el suyo, pero con el nuevo tomo en la mano comprendí que perdería todo el encanto que hay en el préstamo. Más aún, decidí que sus últimas páginas debía leerlas junto al mar, desafiando a la lluvia. Lo más sorprendente fue que, al concluir, un rayo de luz surgió de entre las nubes a modo de guiño, el mar se volvió Celeste, y yo sonreí: La magia del libro había surtido su efecto y Bocanegra me estaba saludando ¡Libre!