Robar a los vivos, venerar a los muertos
No me entero de qué va este mundo. Sus arbitrarias reglas me sobrepasan. A veces pienso que vivir es un juego de robar: el pan al vecino, el sudor al empleado, el alma al feligrés y la vida al enemigo. ¡Indigente el último!; parece como si toda acción fuere robar o ser robado, sin término medio o agujero donde esconderte de tanta vorágine.
Siento que me he parado, he dejado de correr y en cada segundo alguien me está robando algo. La insumisión me está costando cara. Me veo como esa pobre cerda madre que ve cómo las hienas le arrebatan uno a uno sus cochinillos: mientras intenta defender a este, por la espalda le están quitando aquel. Son demasiados contra mí.
Y lo más curioso, parece como si no sintiera nada, como si un neurotransmisor haya dado orden a mi cerebro de dejar de doler. Dicen que los mutilados tienen falsos recuerdos de sus miembros extirpados, y yo no dejo de tenerlo de lo que me han arrebatado por la tangente. O quizás nunca me pertenecieron... ¡Pobre iluso!
Robar, despreciar la vida de los demás, pese a que en un día se haga el fariseo acto de venerar a los muertos. Bueno, todos no. Perder a los queridos es lo peor que te puede ocurrir, quedarte solo delante del frío almanaque. Perder, siempre perder... ¿Y ganar vidas? Hoy venero también a quienes velan por poner a régimen a la insaciable parca.