La primera vez que vi a José Ignacio
Lapido conversar con su guitarra fue en la feria de la pequeña localidad malagueña de Cártama. Los
Ceronoventayuno estaban promocionando su disco más de cien lobos, por lo que calculo que yo tendría algo más de dieciséis años, la mitad de los que llevo ya recorridos. Desde entonces, formo parte de su incondicional club, de ese mobiliario más allá de las vallas del escenario.
Eran tiempos de confusión: su contrato con Zafiro le condenaría a una pésima grabación y distribución de sus trabajos, mientras yo no sospechaba que acabaría atrapado en las redes de la informática y la educación. Él hizo del rock su mundo, y yo le robé un poco para darle ritmo a mi vida. Ahora formo parte de la indisoluble unión entre el compositor y su audiencia. Soy su cliente y él mi camello: Lo sé, estoy enganchado.
Hace un año ya que lo vi por última vez, aquí en Málaga, así que ayer decidí recorrer los ciento veinte kilómetros que me separan de su natal Granada para verlo en su público. Pese a que nunca nos hemos cruzado palabra me siento protagonista de sus letras, cómplice de su música, estuche de su inseparable
Gibson SG . Y como su última canción me siento sin pestañear, de espaldas a la realidad. No soportaría darme la vuelta.