...Y ahora cojo y me cargo Egipto
Tuvo el destino la mala sombra de acercarme en los pocos minutos de televisión que palpo a la semana a un señor con un cuaderno y un metro tomándole las medidas a un sarcófago. El susodicho no le iba a hacer una cristalera, ni unas puertecitas, pues de su careto se adivinaba que nunca había dado palo alguno al agua ni por equívoco. Con cara de estreñimiento aseveraba que la perfección del arca era tal que su error se acerca a las décimas de centímetro (lo cual me hizo pensar que yo también quiero un metro como el suyo).
Sí, lo han adivinado: Era el impresentable de J. J. Benítez dándose una vueltecita por el antiguo Egipto a costa de los españoles. Su trabajo de investigación no sé cuántas comillas debo poner para matizar esta palabra le llevaba a una espeluznante conclusión: los egipcios eran unos lerdos como él y no tenían capacidad para tan avanzada civilización. Deducción que poco debe extrañarnos, pues si este tipo escribe sus libros tomándolo de lo que se trabajan los demás ¿por qué no iban a ser de la misma condición que el ladrón los egipcios?
Y ahora coge y se carga toda la gracia de Egipto, junto a todo el trabajo de investigación sin comilla alguna que miles de personas han ido realizando minuciosamente: ora desempolvando una tablilla, ora traduciéndola. Para este individuo, los arqueólogos son unos conspiradores, unos MIB que deben borrar la huella extraterrestre. A nadie más que a él se le revela la verdad divina, que está ahí, a golpe de desenrollar su metro, de apuntar en su libretilla con el carioca y de visitar con nuestro dinero los museos y poner cara de asombro.
¡Hasta ahí podíamos llegar señor Benítez! Egipto es humano ¡es nuestro! Todas las civilizaciones tienen sus maravillas y sus mezquindades. Fíjese en la nuestra: somos capaces de mandar sondas por el espacio, de curar el cáncer, y a la vez destruimos la cuna de la civilización allá entre el Tigris y el Eufrates -, y de pagar a majaderos para que nos hagan creer que en otras épocas fueron tan lerdos como nosotros. O quizás el tonto soy yo por sucumbir a la tentación y encender la tele. Espero que el Sr. Feynman sepa perdonarme esta noche y me premie con uno de sus relatos.