Ahora que la alopecia depila mi cráneo he de confesar que siempre quise tener una cresta; rectifico: un crestón punkarra como un casco de centurión romano de grande. Nunca lo llevé, porque en la adolescencia mi carácter y afinidad musical me llevaron por otros derroteros y lucí macetero after-punk. Más tarde estimé que era más importante mi contrato que mi peinado: no está muy bien visto que un profesor de escuela privada vaya por ahí como el último mohicano, aunque he acabado haciendo el indio. Estoy tranquilo: a todo vanidoso le llega su little big horn.
Le decía yo a una antigua alumna que dejara a un lado su ideología facha, que ya tendrá tiempo cuando sea mayor de abrazar la doctrina. La juventud tiene que exigir algo más a su sociedad, no puede estancarse en esta ciénaga a la que han arrojado la carta magna nuestros politicuchos. Prometen
mucha policía - que el paro acucia - y poca, muy poca diversión ¡Un error, un error! Tenemos menos futuro que punkis y no voy a poder votar punk, como nuestros colegas americanos. Me gustaría ser un
punkvoter, concentrar el voto de la mala leche contra la política del
errorismo.
Llegan las elecciones y la precampaña es una gran tomadura del poco pelo que me queda. Votaría a los punks, a los pensionistas, a los gays y lesbianas, o a los jugadores federados de petanca; a cualquier grupo organizado que le diera una nota de música, de color, de ideas a este aburrido baile político. Un poco de pogo no vendría mal. Como dice
Manolo Kabezabolo: Ay José María Aznar / no te kieres enterar / ke yo no te fui a votar [...] pues por mutxo ke hables prometas / no veo en ti ninguna soluzión