Veraneando con su enemigo
Hoy no pensaba escribir nada. Si acaso, hacerlo sobre la evaluación que me sobreviene en forma de montañas de papeles. Ahora mismo los estoy viendo de reojo, y me acongojo. Valga el pareado para darle un poco de alegría a esta triste mañana. El júbilo que esperaban pasar un grupo de turistas que cultivaban sus merecidas vacaciones en un hotel de Fuengirola, y que se ha visto empañada por la ciega y mala leche que los energúmenos suelen almacenar.
Un coche bomba ha herido de gravedad a un hotel, y de distinta consideración a varias personas. El motivo: ser distinto. Fuengirola representa todo lo que estos individuos odian. La Córdoba Chica es un lugar internacional, cosmopolita, donde las sangres y los RH se juntan en un sano mestizaje. Las banderas que pueblan los hoteles no indican patrias, sólo muestran con orgullo los kilómetros que los turistas hacen para disfrutar de sus playas, de sus gentes, de su clima.
Pasan estas costas por ser de muertos anónimos, que por fortuna no ha afiliado nuevos socios: Los que murieron en un submarino por un torpedo alemán, o los que están en fosas esparcidos en la carretera de la costa torpedeados por la marina italiana, o los que fueron degollados por la guardia mora. Pero las cosas han cambiado, y los alemanes, italianos y moros vienen a dejarse el dinero que tienen o a ganar el que no poseen, aunque algunos no lo entiendan si sigan con el mauser de 4 ruedas, en similitud a la puntería que ambos acreditan.
Como es obvio, Fuengirola atenta contra las ideas de raza, nación, país o bandera. Por eso es blanco perfecto para un atentado, como todas sus hermanas, las blancas ciudades de la costa del sol, o de sus primas de singulares nombres. Hay que espantar al turismo, hay que atentar contra la comida de los trabajadores por una causa decimoñóñica, con eñes de España y ñoñerías.
Cada vez que se comete un atentado recuerdo el que viví, creo que en año 92. Yo me había levantado para repasar el examen de Sistemas Operativos, uno de los últimos que me quedaban, y quedaban diez minutos para las seis de la mañana cuando un estruendo me sorprendió abriendo el grifo para beber agua. Atontado, me acerqué a la ventana, donde había un señor tan atónito como yo, y que creía haber escuchado un trueno. A tres manzanas de mí, un coche bomba había sido detonado en la puerta de la cárcel de Málaga.
También recuerdo cómo los asesinos de Martín Carpena - aquel peligroso concejal que afablemente acudía a acontecimientos, fiestas y verbenas residieron a otras tres manzanas de mi vivienda. Seguramente me habré cruzado con su oculta mirada, anónima como los granaderos que una vez pintó Goya; como probablemente estos turistas se habrán topado con los terroristas en la playa, en un café o en una disco. No todo el mundo tiene la oportunidad de veranear con su enemigo.