Recuerdo de mi primera comunión
Un día como hoy, hace la friolera cantidad de veinticinco años, estaba servidor recibiendo la primera comunión, sacramento de juguetona edad, soso sabor, y mala idea (que hay que tenerla para celebrar el evento a las 8:30 de la mañana un domingo); de prematuras princesas y enchufados grumetes metidos a almirante. Día de candidez bordada en trajes de auténtica ruina para los bolsillos de sus progenitores y de primas lejanas con verruga en el diente que habremos de besar a nuestro redundante pesar.
Yo no iba de marinero, que mi madre era muy original y me buscó un traje color crema “tope fashion” que era de lo más original (desaproveché la única ocasión de vestirme de militar que he tenido). También era muy tozuda, y se empeñó en hacerme una raya (autovía sin peaje) en el pelo a pesar de que mis caracolillos se rebelaron una y otra vez. Como castigo ahora estoy pelón. De los nervios y el madrugón lucía sendas ojeras con las que parecía ir al martirio, en lugar de a una celebración.
El rosario y el “librito” los heredé de mi hermano, y sólo me sirvieron para hacerme dos fotos: antes y después de la misa, claro. Nos colocaron por orden de estatura, por lo que yo era el segundo. Para un chico de mi edad podría ser un complejo si no fuera porque estaba rodeado de las dos niñas más guapas de la celebración, lo cual tornaba mi desdicha de tapón en dicha al recibir más y mejores besos que los demás. Ah, y también por esa situación me tocó decir unas palabras en público, aunque ya no recuerdo qué.
Al salir, el rollo de la sesión fotográfica (de enano, al menos, salía guapo en algunas fotos), no peor que la muchedumbre que me aguardaba para entregarme los regalos. Todos se pusieron de acuerdo y me empapelaron de billetes que nunca más vi y que costearon los fastos. Como mi mamá me había educado muy bien, yo me presté a todo el protocolo con muy buenas maneras. Y de ahí a desayunar, que no teníamos dinero como para organizar un almuerzo. Tampoco para ir al parque de atracciones, con la ilusión que me hacía.
Luego, poco a poco, fui perdiendo toda esa ilusión a la vez que iba despertando en mí un sentimiento racional que me alejaba de todo credo. Me fui volviendo ateo de una forma lógica y continua; aunque desgraciadamente quedó en mí esta moral que los cristianos no cumplen. A veces me pregunto por qué hago improductivamente las cosas para bien si luego llega un creyente y provoca el mal a sabiendas que el perdón le será otorgado a cobro de penitencia revertida. Hoy recuerdo mi primera comunión; es curioso, pero no recuerdo la última.