Del octavo pasajero al enésimo truño
Yo soy de la quinta cuya infancia pasó por los cine de matinal los domingos a cinco duros con descanso a media película y ambigú. De Tarzán a Maciste el Coloso, de Yul Brynner a John Wayne, y de Godzilla a King Kong. De vez en cuando Brynner se enfrentaba a Wayne, y Godzilla hacía lo mismo con King Kong. Tarzán y Maciste nunca se dieron de yoyas, quizás porque a ningún guionista le pasara por la cabeza semejante burrada. Con la transición de Franco a Suarez y de cines a bingos hubo un armisticio, mucha paz y más teta, y estos pintorescos enfrentamientos quedaron a la espera de que algún guionista de Hollywood anduviese tan aburrido y desesperado como para rescatar alguna de esas reliquias.
Pero como para pensar ya están otros, basta mirar los catálogos de videojuegos - auténtico arsenal de guiones presentes y futuros - para dar con la clave: Alien vs. Predator, que sería la versión moderna de Maciste contra Tarzán. Ácido corrosivo contra pintura fluorescente, Giger contra Winston , Ridley Scott contra John Mc Tiernan, la Weaver contra Schwarzenegger, claustrofobia contra selva, la elegante pantera sideral contra el rastafari macarra navajero. Un duelo sin ningún rigor, como pudiera ser el de Don Quijote contra el Capitán Trueno, o Mortadelo contra el agente 86, aunque mucho menos jugoso que éstos.
Con curiosidad fui a ver el engendro, sin esperar mucho del argumento, del que se puede adivinar casi todo. Uno en estas lides no puede esperar mucho empeño del director por aberraciones geográficas - en el polo hace un poquitín más de frío que en California -, matemáticas - dejemos para otra ocasión aquello del calendario maya y el sistema decimal -, históricas - lo de la pirámide egipcio-maya-camboyana, pa mear y no echar gota- y físicas - tanto bestias como humanas-; pero sí que esperaba un mejor trato hacia la criatura, Alien, que se merece un respeto al menos desde la empresa que lo vio nacer.
Porque la octava criatura no es cualquier cosa. Su metálico horror de hiel y diseño viene de sus ilustres padres, Giger y Scott, y no puede ser rebajado a la altura del macarra invisible, que queda a todas luces como perdedor de la comparación. La pantera espacial sigue tan ácida, corrosiva, elegante e inquietante como hace veinticinco años, a pesar del intencionado menoscabo del director, que así consigue ponerla al nivel del cara de cartón de su rival, al que sí parece hacerle efecto el tiempo, y ni con la sirla esa que lleva escondida llega a asustar a un niño. En fin, duelos más desiguales se han visto, y si no que se lo pregunten a Goliat.