Estómagos y ombligos
Iba yo con el estómago lleno, y el ombligo hinchado, más de estrés que de comida, un jueves de carreras como es habitual camino del trabajo. Habían pasado las tres y media, y el calor era el dueño del asfalto. Sólo un mendigo era capaz de campear el terral, apostado en el semáforo, con el estómago vacío y el ombligo sucio.
Entre los calores, las prisas y la comida aún bajando por el esófago, mi mentalidad seudoburguesa se resistía a tener que dar limosna, pues ésta significa la distinción del estatus y la imposibilidad de integración del mismo en la sociedad. “Es mejor donar a programas de desarrollo y solidaridad”, pensaba mientras daba al aire acondicionado.
Pero quiere que, al parar, el señor mendigo no se me acerca; mi primera impresión fue que ya me tenía dado por imposible y por tacaño, prefiriendo así ahorrar esfuerzos y aguardar a otro infeliz automovilista. Quizás fruto de mi ingestión apresurada no veía por qué este señor me daba la espalda y me escondía su ombligo.
Mas fijando los ojos a su horizonte pude ver que se disponía a cruzar la acera una guapa chica cuyas ropas habían menguado con la temperatura y mostraba exultante ese círculo mágico, una estrella aún más brillante y cálida que el astro rey. Sí señor, ese sí que era un ombligo y lo demás sólo tenemos criaderos de pelusillas.
Durante un instante la tórrida luz del mediodía se concentró en su regazo, los termómetros trabajaron a destajo y el otrora fresco aire de mi vehículo se convertía en un angustiado bufido que apenas sosegaba ese hambriento estómago del alma que pocos pueden jactarse de tener lleno.
Cuando la espalda de la chica había eclipsado su desnuda barriga fue cuando el mendigo se me aproximó; mas con su estrategia yo aproveché para librarme de su atención mirando con la misma fijación a la beldad. Unas limosnas para mí también, visuales, que apenas darán de comer a mi alma hambrienta. ¡Maldita mentalidad seudoburguesa!