Aprender a sudar
Desde que el hombre fue expulsado del paraíso y condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente le ha tomado tal manía al salobre fluido que ha inventado mil y un trucos para no estresar a sus glándulas. No sólo hemos aprendido a beneficiarnos del sudor de los demás, sino que nos duele cada vez que se nos escapa una gotita de “eau de tigre”.
Con las comodidades nos estamos olvidando de la sana costumbre de sudar, y por eso cuando llegan las calores llenamos las ciudades de aires acondicionados, de pantalones piratas, camisas de tirantas y chanclas, muchas chanclas. Lo curioso es que ataviados de esta singular forma aún seguimos teniendo calor, y nos atiborramos de líquidos tan fríos como la física les permite y de algún que otro helado sólido.
España ha dejado el botijo y el abanico, y un país que olvida su pasado está condenado a repetirlo a base de apagones. Dudo mucho que las redes eléctricas estén preparadas para tanta frigoría, y con semejante actitud ante el calor ni siquiera apetece jugar al “teto”. Pronto los Aries seremos especie a extinguir, que ya cuando refresque nos pondremos a procrear.
Yo creo que la primera lección sobre aprender a sudar está en quitarle importancia a la angustiosa e insaciable sensación de calor; una inclemencia más, como cuando nos mojamos los bajos de los pantalones con la lluvia o se nos congela la punta de la nariz por el molesto frío. Sudar es el maravilloso mecanismo natural que tenemos los seres de sangre caliente para aguantar el calor, sin menoscabar otros geniales inventos humanos como el desodorante y la ducha.
Hay que devolverle al sudor la dignidad que le hemos arrebatado. Mandemos a trabajar a los explotadores, los vagos y los especuladores. Sudemos todos bailando, corriendo, saltando, amando. Déjame bañarme con tu esencia, y que mañana al levantarme huela a ti. ¡Viva el erotismo del abanico! ¡Abajo la droga del aire acondicionado!