El castigo de calificar
No hay mayor castigo para un educador que el tener que calificar a sus alumnos, asignarles un número, dar un veredicto de sus conocimientos. Llamarles tontos, listos, vagos, empollones, o normales de remate. Darles la palmadita en la espalda o la patada en el culo, los laureles o las calabazas. Asignarles como favoritos o tenerles manía, como dirán los que salgan escaldados de esta evaluación.
Sobrehumana tarea la de medir cosas tan intangibles como la belleza, el dolor o el conocimiento. Enumerar, "gödelizar", cuantificar, ponerles guardaespaldas con formas de cifras en concursos de misses, records guinness u oposiciones varias. Yo más que tú aunque sea 0.1 puntos. Los aptos a un lado, que los ineptos ya haremos algo. Coge un título, y vive de él.
La evaluación es musa de torrentes de parrafadas con más o menos sentido - dejémoslo sin cuantificar - que al final acaban en lo mismo: hojas de papel que acumulamos a lo largo de la vida creyendo que su suma aumentará nuestros ingresos posteriores. Falaz argumento para pena de doctores de carreras de letras con matrícula de honor, y alegría de fontaneros con matrícula de Audi.
Es el momento de amargar las matemáticas a los futuros filólogos, la lengua a los próximos biólogos, y el dibujo técnico a todos por igual, pues así de banal es esta cuestión: Hay más titulados por el destierro irrevocable de una materia que por la llamada divina de las otras ¡Qué hubiera sido de mi ingeniería si no se hubieran cruzado en mi camino los libros de Lázaro Carreter!
Eso, volvamos a mi caso: heme aquí con unas cifras con las que visto a cada uno de mis alumnos como si fueran trajes de comunión. Para el sacramento de la evaluación, pese a que unos le viene pequeña su nota y a otros demasiado grande, lo único que deseo es que en junio todos vayan inmaculados para gloria del dios sistema educativo y la virgen de la reforma. Amén.