Yo no conocía a
Atilio de nada, pero era uno de mi especie. Un peatón que surcaba las peligrosas aceras en busca de un periódico, el pan o simplemente para sortear las defecaciones de perro en compañía de sus nietos. Ese día se atrevió a pasar por el domicilio de Ana en su mayor momento de desesperación, y ambos murieron por la explosión de una bombona en situación de estrés.
El desahucio llevó a la locura a la señora, y la parca se convirtió en acompañante del paseo del pobre señor. Un peatón menos, víctima del azar. Corren malos tiempos para los viandantes, expuestos a los caprichos de la señora suerte. Hace tiempo que la ando buscando, para meterle un tiro entre ceja y ceja. También llevo el encargo de sacarle los higadillos, de otra persona al que un tuerto le miró.
Creer en la suerte es uno de los mecanismos que fabricamos para defendernos de este atroz mundo, del que ya sabemos que hizo rabona el día en que le tocaba aprender justicia. Y los que preferimos afrontarla sin esa coraza nos exponemos a caer fácilmente en la desesperanza, el último de esos escudos que vestimos. Ahora lucho semidesnudo y por ello me llaman loco.
Aún así prefiero ser el rey de las aceras, caminar casi descalzo de creencias. Pisar el frío asfalto de la verdad, a expensas de pisar cualquier excremento de mentira. En ese caso tendría que usar un pañuelo de creencia para limpiar mis deseos de higiene causal. No es fácil ser un peatón del aire, ni de la tierra, pero es divertido ver cómo los cochazos de superchería se paran en el semáforo de la razón para dejarte paso.
Los peatones estamos a expensas del azar; nunca sabes de dónde te va a llegar el peligro. Antonio no sabía que le provenía del cielo, y ahora pasea más alto que yo, en un paso de cebra infinito. Espero que la sangre haya saciado a esta mala señora y nos deje en paz a los que vamos a salir esta tarde a pasear. Corren malos tiempos para los peatones. Por favor, déjese de tentar la suerte y coja su vehículo...