Necesitaba correr
Hace tiempo que sé que pertenezco a la casta de los locos, facción ilusos. La gente espera de nosotros que nos partamos la cabeza por inalcanzables y quijotescos ideales, y que salgamos indemnes de ello. Pero no siempre funciona el bálsamo de Fierabrás, que suelo tomar de la colección de sonrisas de mis amigas favoritas. Ayer, ni siquiera la sobredosis de alegría de la pequeña Miriam dos años como dos soles colmó mi pena.
Necesitaba correr, enfundarme las zapatillas, a mi hora favorita, cuando la noche y el frío encomiendan al retiro espiritual en seiscientas veinticinco líneas. Tenía que liberar toda la tensión acumulada sin afectar a los que me rodean. El golpeo del asfalto a ritmo de jadeo marca un repetido soniquete, en un agridulce baile sin más pareja que la pena que me asola. ¿Cuántos minutos vamos a hacer hoy?
Las calles de Málaga no son un escenario que se deje querer a un peatón, cuanto más a un corredor. Las angostas calles se llenan de innumerables obstáculos que esquivar y graciosos perros en opinión de sus dueños, claro que temer. Por eso mismo hay que invadirla, reclamar para los jornaleros del cemento lo que les pertenece: la libertad que un día le robaron los vehículos a motor.
En esa lucha contra mis fuerzas, en ese cara a cara conmigo mismo, he conocido a muchos noctámbulos: los camareros que cierran la cafetería, presentando sus fregonas a mi paso, la pareja de ancianitos que me invitan al banquete de sus callejeros gatos, o los que hacen cola a las puertas de la prisión para ofrecer unas pocas de galletas y un mucho de cariño a los que un día cometieron el error de no robar lo suficiente.
Necesito correr, sé que muchos no lo entenderán, mas me da igual. Si hay gente que le gusta el golf, Pamela Anderson, o el caviar, ¿por qué no puedo yo disfrutar con el trote? A mi me relaja, me ayuda a reflexionar, purga los pecados que me comí, y me hace sentir libre. También soy adicto a una sonrisa, pero eso es otra historia de la que no os vais a librar... otro día.