El Peatón del Aire

Estábamos en una sala cualquiera de un cine en sesión vespertina solos los tres: Ella, su brazo y yo. La cartelera auspiciaba el miedo en el argumento del film, y su extremidad vino a mí en busca de refugio. La abracé como el más preciado de los regalos, con las ansias con las que un infante toma su juguete nuevo y, a su vez, con el mimo con el que se toca a una mariposa cuidando de no ajar sus alas.

Envuelto por una delicada y suave blusa, que dejaba entrever su descotado codo, comencé a acariciarlo, a deletrear reiteradamente en su regazo un “te quiero”, en un baile de yemas en delicado movimiento. Durante unos instantes el tiempo se plantó en envidiosa huelga, y conseguí ver el lapso que existe entre dos fotogramas. Justo en esa infinitesimal oscuridad le prometí amor eterno.

Lentamente fui deslizando hacia el codo el blanco envoltorio que cubría tan edúrnea piel para desgranar una suave melodía con esa lira quintada con los vasos de su sustento vital. Un son afinado con un beso sobre ese puente que una se elevó para dejar escapar una dolorosa canción por suerte ya descatalogada. Entonces, una lágrima se arrojó desde mis pupilas hacia su blusa, deseando quedarse a vivir por siempre con ella.

He de reconocer que ya me gustaba ella en su totalidad, pero no había caído en la cuenta de lo maravillosa que es en todas sus parcelas. Ayer toqué la maravillosa estela de un cometa, de un estelar suspiro, y deseé fundirme en ella como el alfarero hunde sus dedos en el barro, para moldear apasionadamente una llamada de auxilio de este barco encallado en una botella de cristal, de las de licor de tristeza.