Otorgando la razón a Dyango
Tenemos el erróneo concepto de una relación como algo inmutable, patológicamente estable y aberrantemente panteístico; cuando en realidad es termodinámicamente inestable, una máquina que nos devora y regala, y a la que hay que estar continuamente alimentando. Un constante nacer y morir, olvidar para aprender todo lo que la persona que tienes a tu lado es.
Nacer de sentimientos que ni nuevos ni viejos, sino todo lo contrario son; morir de aquello que nos estorba en el camino, olvidar para volver a recorrer ese camino de dulce aprendizaje una y otra vez. “Pensaba que te quería infinito, pero hoy he aprendido a hacerlo un poco más”, digo mientras rezo por no perder nunca la capacidad de asombro ni esos hipnotizantes ojos.
Quizás en demasía luchamos por atraer, obtener, ganar un trofeo que no es tal; nacemos con un instinto que ciega nuestros sentidos y nos mueve a realizar tareas que ninguna máquina haría por muy loca que estuviera. ¿Y entonces qué? Perpetuar la llama, vivir de las ascuas o simplemente apagarlas con un buen jarro de agua fría. Tanto en el amor como en la guerra, se sabe cuando empieza, pero nunca cuando termina.
Una buena historia puede arruinarse con un mal final. A modo de contrarrecíproco, un buen epílogo enaltece las frustraciones. Acabar con dignidad, finalizar con un buen sabor de boca; como debía yo terminar este artículo, citando a una mente lúcida. Mas le otorgo la razón a Dyango, a modo de irreverencia: “Es mejor querer y después perder, que nunca haber querido”.