Mi mamá venía de la peluquería - que ayer fue su cumpleaños - y se dirigía al mercadillo que todos los jueves se instala en mi barrio, cuando se topó con una muchedumbre muy trajeada. Curiosa estampa en un barrio donde abundan los monos y la ropa marca “alfi” (al fi-nal del mercadillo lo compré), puesto que ni siquiera era sábado por la tarde, que es cuando se ven los perifollos de las bodas que se celebran en la cercana iglesia.
Y ahí estaba él, incauto y feliz, haciéndose las fotos de rigor. Se acercan las elecciones y hay que salir en el
mayor número de portadas posible, que la oposición acecha. Este barrio era el escenario ideal, pues aquí hay mucho pobre de derechas – algo que, según El Perich, es el colmo de los imposible – que siempre ha acogido con fenicias palabras a sus ediles. Todo un soleado y sosegado jueves para
inaugurar una comisaría de la policia local que afianzara unos votos por aquí y unos titulares por allá.
Con la sexagenaria inocencia y desparpajo que despide, mi mamá se acercó al alcalde y le saludó: “Muy buenos días Don Francisco, tenía muchas ganas de hablar con usted”. ¡Qué político no se habría derretido ante tan zalameras palabras! Eso se merecía zamparle un par de besos a mi mamá y dedicarle unos minutos de oro que le aseguraran el caramelo de su voto. Atento, dejó a los sepulcros blanqueados que le acompañaban y encorvó su espigada pose para oír a mi pequeña – pero matona – progenitora.
Pero las cosas ya no son como antes, y uno no puede salir a inaugurar sin que te den un mal trago. “Hoy hace treinta y tres años que me mudé a este barrio, y lo conozco mejor que nadie aquí, y hay un proyecto de peatonalizar las calles del que me gustaría darle mi opinión y usted luego me dice si estoy equivocada”, platicó muy educadamente mi mamá mientras la concejala del distrito aparecía en escena tras identificar a tan peligrosa vecina – “fichada” tras sus
últimas protestas.
“Aquí vivimos mucha gente humilde que no puede costearse un aparcamiento – prosiguió mi mamá ante la ya no tan dulce mirada de la comitiva –, mi marido es autónomo y necesita la furgoneta para trabajar. Si peatonalizan las calles ¿dónde vamos a aparcar? Además, sin el trasiego de coches esto se convertiría en la boca del lobo cuando los comercios estén cerrados, ¿no le parece a usted?”. Lo que al alcalde le parecía era que estaba en un aprieto del que le iba a costar salir.
Un cable intentó lanzarle la concejala, quien apuntó temerariamente que los comerciantes estaban muy ilusionados con el proyecto. Craso error el suyo, pues fue el pie perfecto para que comenzara la regañina de mi mamá: “¡eso, los cuatro comerciantes que sólo piensan en su interés y no en el de los demás! ¿ha visto usted cuánta gente vivimos en esas moles de cemento?”. Y es que, cuando tiene razón, no hay discurso, ni razón, ni charlatán que la pare.
“¿En qué trabaja su marido señora?”, dijo el ya angustiado alcalde. “Mi marido trabaja en el frío. ¿Su madre aún vive? Porque yo he hablado muchas veces con ella para recoger el recado cuando nos llamaba avisando de que se le rompía la cámara que tenían en casa”. Lista que es mi madre, le otorgó una elegante escapatoria, pues el edil conocía a mi padre de las numerosas visitas que le hizo durante el largo tiempo en que se hizo cargo del mantenimiento de la citada cámara frigorífica.
El cambio de tema fue mucho más agradable: mi madre se interesó por la salud de la suya, mientras él mostraba el mismo interés por mi padre. Luego ella lo piropeó y le dijo que lo veía muy bien de aspecto, y que lo había visto en el reciente “potaje perchelero” del carnaval. Y con ese festivo tema se despidieron amablemente, ante la sorpresa de los allí congregados. Mi mamá sí que sabe, y constancia queda de que nuestro barrio no es tan ideal para hacerse fotos. Suerte tiene Aznar de vivir tan lejos de aquí ¡Qué rapapolvo se llevaría!