Dicen las buenas lenguas que existen cosas que no tienen precio, pero siempre habrán sinhuesos de mal agüero que se tomen la molestia de asignarle uno. Otras, simplemente, están descatalogadas: El honor, la fe, la moral y la fidelidad no cotizan en bolsa y sí darán un duro por ellas, mas nunca un céntimo. Para elevar los beneficios hay que soltar lastre, y la conciencia suele pesar demasiado para aquellos que piensan que la condición necesaria y suficiente para que alguien esté arriba es que el resto esté abajo.
La confianza da asco, sobre todo cuando al traicionado le dan arcadas. “¿Quién no se iba a fiar de Elena cuando se armó la de Troya?” afirmo aclarando que ni sobra caballo ni falta hache, aunque sí que echo en falta cualquier atisbo de vergüenza cuando examino lo que me ha sucedido: Antes de que por el hilo encontrásemos el ovillo lo vendieron, quedándonos en el laberinto a solas con el minotauro. Una tragedia griega que acaba con un griego de esos que aparecen en anuncios clasificados por palabras e inclasificable por significado.
Yo les di... nosotros les dimos nuestra confianza, nuestra esperanza, nuestra fe y nuestra lealtad; y más que hubiéramos regalado, más que hubieran vendido. Suyo no, pero legal sí que era, como el látigo del que pronto probaremos su traza. Mejores comerciantes que amigos, procurando no seguir los pasos de Judas. Así no acabarán colgados del cuello, pese a que pueden ser Benito – Mussolini - y ser ajusticiados por los pies. Otro atributo por donde asir no conozco a los interfectos.
“Papá ¿por qué nos cambiaste por pistolas?” Gemían los chavalines mientras partían con su nuevo dueño en una de las pesadillas perpetradas por
713avo Amor. “¡No sé, no sé!” contestaba su progenitor mientras sus ojos sólo pensaban, lujuriosos, en el frío metal de sus nuevas armas. Que sean de doble filo y le rebane la codicia, que le mire un tuerto, le puede uno desear ciego de ira. ¡O mejor no! Nada nocivo le puedo desear a quien la peor de las miserias lleva.