Todos los años, en luna llena de primavera, mis vecinos se echan a la calle a adorar a sus ídolos de madera y tela. Iconos de una religión paradójica que promulga la igualdad, la paz y la humildad y ostenta la jerarquía, el belicismo y la opulencia. Esta semana santa todos a la calle a pedir por nuestra salvación, purgar nuestras conciencias y así poder seguir pecando el resto del año. Es lo bueno que tiene el cristianismo, que tiene un cepillo, que no goma, de borrar nuestros actos con unos euros.
Este año he comprobado cómo el
amor a Cristo ha devenido en nuevas “casas cofrades” en Málaga, lugares donde albergar toda la parafernalia que rodea a cada procesión. Sepulcros blanqueados camuflados entre los fervientes devotos y escoltados por los
militares, esos mismos que se pasan el quinto mandamiento por el forro del uniforme. Suerte que siempre nos queda el pecado de la carne donde poder despotricar en público y disfrutar en privado.
Se espera una avalancha masiva de fervorosos visitantes y una huída necesaria de los apostatas ideológicos que están hasta la coronilla de las espinas de cristo, las fanfarrias de los fanfarrones y la penitencia de los impolutos. Y de fieles devotos, gente de a pie cuyo mayor pecado ha sido nacer pobres, mácula poco original por mucho que se lleve desde el primer día; personas que tienen en su fe un desesperado asidero de esperanza. Mi respeto a quienes
de verdad sienten su fervor.