Aprendiendo a mirar
Una florecilla entre la broza, el color de una estrella, la composición de un cuadro, la figura de una moneda, los pliegues de una sonrisa, los cráteres de la Luna, la misma Luna en todo su esplendor, o cualquier otra Luna que brille con luz propia; las teselas que forman el empedrado de un paseo, una de sus farolas, un insecto que abre las alas para revolotear entre mis ojos, esos con los que estoy aprendiendo a mirar.
La rúbrica de las olas del mar sobre la arena, una constelación nueva, otra flor – esta aún más frágil, bella y anónima -, una señora con la cesta de la compra, la propia cesta, el rico pan que despunta de la cesta, las figuras aleatorias que sus migajas dejan sobre el mantel, una nube con forma de pato, ahora de montaña, ahora sin forma. Breve, única, una imagen, esa que estoy aprendiendo a mirar.
Una radio, encendida, mis oídos seducen al cerebro para cocinar la melodía que de por ella sale con las imágenes que merecen sus notas. Debajo, un televisor, apagado. La primera lección para aprender a mirar es no sintonizarlo. Mejor mirar la ventana, ese rayo de sol que la atraviesa con su miríada de partículas bailando su browniano vals de física para mí, para quien desee y sepa mirar.
Una sonrisa aún mejor que la del párrafo primero, pues pasa desapercibida para la multitud; excepto para mí, que la guardo con celosa complicidad en mi colección de sonrisas robadas. Apuntando el iris hacia donde no saben hacerlo los demás. Estoy aprendiendo a mirar, ayúdame y lánzame un beso, que tengo que hacer un ejercicio de observación de tus labios.