Andaba yo reflexionando entre la
enseñanza de las ciencias y la
diferencia entre pensamiento científico, religioso y esotérico, cuando un par de sinapsis me recordaron que muchas veces enseñar ciencias tiene mucho de dogmático y paranormal para unos chavales que no van a aceptar una ley de Newton cuando ni siquiera acatan norma alguna de urbanidad de sus progenitores.
Sería muy bonito darles un dinamómetro a cada alumno para que midiera las distintas elongaciones que se producen al colgar de él otros tantos objetos, y con esos datos y una hipótesis, hallar el valor de las constantes. Pero eso es sólo el sueño de todo educador; la realidad es mucho más cruda, y habrá que recurrir a la magia o a la fe para que un adolescente no se corte las venas de gravedad con la ley de ídem.
Vale, hemos conseguido que todos y cada uno de los chavales hayan realizado el experimento, pero el dinamómetro 3 está averiado y el pobre nene ha tenido que falsear los resultados para que su constante de elongación le salga como al empollón de al lado. O eso, o escuchar la censura del profesor y la mala nota. Su primera lección de investigación científico-patológica será muy esotérica y maquiavélica.
Ahora la teoría, un rollo de clase tras la cual “el señor Newton se inventó que la gravedad sea 9’8. Menos mal que nuestra profe es más guay y nos deja redondearla a 10 (que además es el número de mandamientos)”. O bien asumimos que nuestros alumnos van a creerse algunas cosas porque sí, o los volveremos locos con explicaciones y torturas que sólo conseguirán el efecto contrario: alejarlos de la ciencia.
Yo sigo preguntándome por qué los libros de texto dedican tan poco espacio al método científico. Temas introductorios que la mayoría de las veces, o bien se saltan, o bien se descartan en exámenes finales. Pese a una buena clase de ciencia, uno puede desdeñar cuánto vale la constante de elongación, pero jamás debería olvidar cual es el motor que nos ha llevado a averiguarla.