Hubo un tiempo en la pequeña Málaga en el que los tarzanes, vaqueros, macistes, romanos e indios desaparecieron de la matinal de los domingos para dar paso a la ludopatía cotidiana de los bingos. Ya no podía ver "Tarzán en Nueva York" nada más que una vez al año en "sesión de sobremesa", en formato televisivo enano y sin palomitas, y no cada cuatro o cinco meses en la inmensa pantalla de los cines de la zona.
Entonces apareció el "América Multicines" para salvarnos, con sus siete salas en las que siempre encontrabas una película interesante para ver con tu primo mientras mi tío, que tan amablemente nos llevaba, se iba a ver una de esas película de sinuosa clasificación y llena de ripiosos e incomprensibles títulos; que uno no entendía la gracia a los asuntos de meter del cocinero y su señora esposa. Ni falta que hacía, porque para nosotros era toda una experiencia tanto la posibilidad de elección como el atrayente ambigú, como las por entonces deslumbrantes salas.
Para los tontainas románticos como el aquí presente, cada película vive en el alma de la sala donde se proyecta. Así que con el
cierre del América me están precintando la pirámide de "Stargate", el
pofesional de "Airbag", toda una tribu de
Ewoks y hasta la vieja del armario de los otros, la última cinta que, sin saberlo, iba a ver allí. Ha llegado otro época en el cine, donde para estorbar al de atrás hace falta ser mucho más cabezón que antes, y donde las palomitas van en cubos parecidos a los que se ponen a las bestezuelas para alimentarlas. Cuando un cine se cierra, algo tuyo se quema.