Ámsterdam huele a María
Dicen que cada ciudad tiene su encanto, aunque nadie haya conseguido visitarlas todas para verificar el aserto. Yo asevero, sin embargo, que aquellas con complejo de inferioridad se hacen engalanar de grandes monumentos con los que intentan hacer sombra a las urbes con mayor personalidad; ésas que sin levantar un palmo más edificio, torre o templo alguno, hace valer su encanto en su personalidad.
Yo no caí en la cuenta hasta que me lo dijo María. Al principio no entendía por qué quería ir a Ámsterdam antes que a cualquier Venecia, París o Viena. La deseaba antes que nada, y yo miraba la ciudad con el urticante recelo y la malsana envidia del ignorante. Mas la tiña es defecto que no enraíza en mí, y el arado de la curiosidad me dejó libre de la mala hierba y fértil para ser embaucado por la semilla holandesa.
La guardo en el álbum de mis mejores recuerdos mentales: la imagen de la chica desembarcando en la estación central, bajo un cielo gris que el sol se hizo cubrir para no deslumbrarse; cruzando la legión de adoquines que en su honor estaban más firmes que nunca, al son del tintineo a modo de salvas que los tranvías y bicicletas disparaban mientras las palomas llevaban la noticia allende los canales: María ya huele a Ámsterdam.
Si María fuera rubia, alta, y de tez rosada sería infumable. No tendría el fulgor que con sus ojos descorcha la sensualidad del humo, ni la chispa que su nacarada sonrisa - ¡que un rayo parta a los necios que pretenden ajarla! me contagia, ni su inconfundible y penetrante aroma. Granada huele a arrayán, Grasse a jazmín, pero Ámsterdam ahora y para siempre lleva el olor de María en todos y cada uno de sus rincones.